la ciudad que respira

Todo duerme, excepto las piedras y el agua.

Todavía es noche cerrada mientras bajo la Avenida de Las Caldas y comienzo a subir la rampa del Puente Mayor, también conocido popularmente como Puente Viejo o Puente Romano, cuya estructura separaba dos municipios limítrofes, el de Ourense y el de Ponte Canedo. La anexión de Ponte Canedo, el salto definitivo de las aguas que nos convierte a todos, al fin, en ourensanos, no se produce hasta Noviembre de 1943; es entonces cuando el río deja de ser una frontera y se convierte en un lugar común, un medio compartido, un vínculo.

Sin embargo, cuando en la noche uno camina sobre esa estructura tres veces reconstruida, no es el pasado reciente lo que viene a su mente. Muy al contrario, las piedras, nuevas o viejas, nos retrotraen al pasado más lejano; a los tiempos más allá de la crónica y de la memoria, a épocas que meramente imaginamos.

Mientras la ciudad duerme, las piedras y el agua cuentan su historia.

Me asomo sobre el río y miro abajo, a la oleosa superficie que borbotea en la oscuridad. Acodado sobre el pretil en esta noche de invierno, estación de lobos, mi epidermis se mimetiza con la piedra ancestral y, para los ojos del espectador casual, puedo parecer una misteriosa gárgola que contempla, hermética, el devenir de las aguas y los tiempos. La niebla, opaca y espesa como puré de patatas, levanta jirones de palabras añejas de la gélida superficie de las aguas y, disgregándose en lacios mechones gaseosos, los va alzando hacia el retorcido laberinto de mis oídos, y entonces las oigo.

Las voces de los muertos.

Giro la cabeza hacia la ciudad y, en el proscenio de mi imaginación, los edificios van desapareciendo, tornándose de la misma tenue materia que conforma la propia niebla. Sus presencias se difuminan y sus contornos se funden en tonalidades grises. La ciudad de Ourense retrocede en el tiempo hasta desaparecer, hasta el instante histórico previo a su existencia, y entonces veo el puente unido, no ya al familiar barrio de siempre, sino a la frondosa colina que se elevaba en el lugar donde hoy se asienta la estación del ferrocarril. La veo como era antes, cuando todo empezó, cuando los romanos comenzaron a establecerse aquí, y se mezclaron con los habitantes autóctonos. Azuzada por el frío nocturno y la humedad de la niebla, mi imaginación se desboca, y en mi mente comienza a desarrollarse una escena que podría haber sucedido en el siglo I después de Cristo.

Y, sobre el murmullo de las aguas que imita las bisbiseadas conversaciones de los espectros del pasado, escucho llegar a un jinete.

Aunque el sonido de sus cascos suena muy amortiguado al trotar sobre la machacada tierra del sendero que baja la colina y desemboca en el puente, la particular acústica del cañón fluvial lo hace reverberar y extenderse hasta el puesto de guardia que hay del otro lado. Dado lo avanzado de la noche y la cercana inminencia del amanecer, los cuatro soldados de la guarnición, seleccionados de entre los más feroces de la III Cohorte, se hallan medio dormidos al calor de una fogata que les sirve tanto de señalización como para mantener cálidas y flexibles la piel de las suelas de sus sandalias reglamentarias, cuestión fundamental para poder moverse sin dificultad. A su lado, justo junto a la puerta de la garita, hay otra gran pira de leña cuyo destino no es alimentar esa pequeña hoguera, sino ser prendida únicamente en caso de ataque para avisar al vigía del campamento, que se encuentra a menos de un kilómetro de distancia.

Lejos del aparente embotamiento inducido por el sueño, en cuanto se escuchan los primeros pasos del jinete sobre el empedrado del puente, los soldados se yerguen al unísono, se despliegan cortando el paso y cruzan sus pilum en diagonal sobre las plateadas corazas donde, debido al ambarino reflejo del fuego, las águilas imperiales que las orlan parecen más bien monstruosos grifos mitológicos. Unos instantes después, precedida por el eco de los pasos de su montura y apenas iluminada por el cadavérico resplandor de la luna, la silueta del jinete se recorta sobre la cúspide del puente y, con apenas un segundo de vacilación, comienza el descenso hacia el puesto de guardia que señala el comienzo de la tierra firme del otro lado. Va embozado en una larga capa escarlata, por lo que los soldados saben que es un ciudadano del Imperio. Uno de ellos da un paso al frente y grita:

– ¡Ave!, ¿Quién va?

– Mi nombre es Livio – responde el jinete, con una voz sin inflexiones, una voz acostumbrada a mandar y a no ser interpelada por ello -. Senador Livio.

El soldado da un paso atrás y cruza una breve mirada con su compañero más próximo. No es frecuente encontrar a un Senador cabalgando solo en el medio de la noche, y más aún tan lejos de Roma.

– ¿Lleváis algo que os identifique? – insiste el soldado. El hombre abre su capa y extrae un pergamino que tiende al soldado sin desmontar. Tras leerlo brevemente, el soldado se hace a un lado y dice: – Os ruego me disculpéis, Senador, pero debo cumplir con mi deber.

– No debéis disculparos – musita el hombre recogiendo su credencial -. De vuestro trabajo depende la integridad de la guarnición. Por ello, daré buenos informes de vuestro celo en el desempeño de las obligaciones que os han sido encomendadas.

– Os estamos muy agradecidos, Senador – dicen todos a una, como si lo hubiesen estado ensayando. El hombre hace un gesto que indica que es suficiente y pregunta:

– Busco una terma, soldado. Un manantial de agua caliente que brota por aquí cerca. Dicen que es de una calidad excepcional, que prolonga la vida de quien la toma, y evapora sus dolores mejor que cualquier otra medicina.

– La Burga, Senador. Buscáis La Burga – se gira y extiende el brazo en dirección a la noche que campa tierra adentro, más allá del resplandor de la hoguera -. Desde luego, sus baños son muy recomendables. Seguid el camino y llegaréis al praesidium de la guarnición, desde allí ya os indicarán.

Alzando levemente la mano en señal de despedida, el jinete espolea su caballo y comienza a caminar en la dirección indicada. Pero la voz del soldado le detiene de nuevo:

– Senador, si me permitís un consejo, ¿no deberíais llevar escolta? Es peligroso cabalgar solo por estas tierras tan alejadas de Roma.

– Soldado – el tono de voz que emplea el Senador no admite réplica -. Todo esto es Roma. Cabalgo dentro de las fronteras del Imperio, eso marca una diferencia. ¿O tan blandos habéis sido con los habitantes de este territorio que no les habéis enseñado a respetar a un Senador?, ¿no saben lo que les sucederá si intentan atacarme?

Los soldados intercambian miradas temerosas y el Senador, antes de alejarse, descubre su hombro derecho y muestra la dorada cabeza del león.

– El mismísimo César me protege, a nadie debo temer.

Y luego el sonido de los cascos se aleja y se va perdiendo en la oscuridad.

Ahora, veinte siglos después de esa escena, me incorporo sobre el pretil y observo el inicio de la calle Progreso, el camino que pudo tomar aquel Senador para llegar a lo que era, en aquel entonces, apenas el germen de un asentamiento: una modesta fortificación erigida en un cruce de vías secundarias, con unas pocas cabañas de lugareños arracimadas alrededor de la empalizada, buscando la sombra de la protección del Imperio. Sin saber muy bien por qué, me lanzo a la carrera hacia Las Burgas, siguiendo en mi mente el rastro milenario del espectro recién llegado. El aire de la noche es frío y corta mis pulmones con el desdén de un carnicero, pero no me rindo. En unos diez minutos, me encuentro sobre otro puente, el que sobrevuela la Plaza de Abastos y Las Burgas. Me asomo de nuevo sobre la barandilla y, aunque esta vez está hecha de hierro, el metal que impide cualquier tipo de hechizo o encantamiento, no consigue evitar que me transforme de nuevo en la pétrea gárgola que escudriña la historia de la ciudad, y entonces la moderna piscina exterior, que actualmente es alimentada por el manantial, desaparece hacia el interior de las piedras, es bebida hacia las entrañas de la tierra como si una sed de eones impusiese su tiranía; y las casas que cuelgan desde Calpurnia Abana desaparecen también; y las decadentes fachadas del Casco Histórico se volatilizan contra el telón negro de la noche como si jamás hubiesen estado ahí: la ciudad entera involuciona hasta convertirse de nuevo en el embrión que dio origen a todo, como un bebé que se arrastrase con decisión de vuelta al útero materno, y finalmente, ante mi estupefacta mirada, sólo quedan las tenues nubes de vapor de agua caliente que ascienden desde los chorros regurgitados por las cabezas de los leones que observan petrificados el devenir de los años y las décadas. Esto, el vapor del géiser que recorre el subsuelo de la ciudad, el aliento demoníaco del dragón que dormita bajo Ourense, es también nuestra misma sangre, el cálido fluido que nos une y nos mantiene vivos; es nuestro blasón, la huella genética que nos hace homogéneos.

Al ver brotar el vaho como una expiración en una noche de invierno, por fin puedo comprender que la ciudad está viva, que Ourense respira como cualquier otro ente y que, por tanto, también puede morir.

Y entonces, tras esta súbita revelación, vuelvo a ver el fantasma del Senador.

romanoEnvuelto únicamente en una toalla blanca, entra en la construcción de piedra que, en el siglo I d. C., albergaba la fuente termal. En el teatro de mi mente es ahora de día, como si el jinete ya hubiese encontrado un catre en el modesto campamento o praesidium y, con la llegada de la mañana, se dispusiese a recuperarse del largo camino. Asistido por un sirviente, se desviste y desciende muy lentamente los cuatro escalones que dan acceso a la cubeta. El agua, efectivamente, está muy caliente, y cada poco rato se ve obligado a salir para refrescarse en el frigidarium. Relajado hasta el adormecimiento, el Senador se sienta en uno de los escalones y reclina la nuca sobre el bordillo de piedra, permitiendo que el agua le cubra hasta la barbilla. Su respiración, cada vez más profunda, indica que está descendiendo rápidamente la espiral hacia las cuevas del sueño, y por ello no puede ver la sombra que, surgiendo desde los vestuarios, se cierne sobre su cabeza.

– He aquí a un hombre que no teme el puñal de los traidores – dice una voz sobre él. El Senador se incorpora de golpe, las telarañas de una pesadilla recurrente todavía atando sus párpados, y se gira mientras avanza hacia el interior de la pila termal, confiando en que unos metros más de agua entre su garganta y la sediciosa daga que imagina marquen la frontera entre la vida y la muerte. Entonces sus ojos enfocan por fin a su adversario, y exclama:

– ¡Por Júpiter Supremo!, Apódocles, ¿eres tú?

– Así es, Senador Livio, sólo es el viejo Apódocles, que implora vuestra misericordia por haber turbado vuestro reposo.

– Efectivamente, me habéis asustado. Pero menos ceremonia conmigo, maestro. Permitidme que os abrace.

El Senador sube muy erguido los escalones, y Apódocles no puede evitar una cierta turbación al mirar de soslayo el magnífico cuerpo y los rotundos atributos de su antiguo discípulo. Su cuerpo joven y fuerte parece simbolizar la grandiosidad de un Imperio todavía en expansión, una fuerza que no conoce sus límites; mientras que las grandes arrugas, como ríos de cauce seco, que surcan el rostro del otrora maestro, hacen de él un mero pretendiente de Tanatos o, como la llamaban los griegos, Teleute, La Muerte.

Un poco avergonzado por la contemplación de la juventud en toda su perfección, Apódocles se despoja de su túnica y camina despacio hacia el interior del agua, sustrayendo su cuerpo a las miradas del otro. El Senador Livio también entra en la terma, y exclama:

– ¡Qué grata sorpresa hallaros aquí! En Roma se dice que, harto de la urbe, habíais decidido vivir entre bárbaros.

– ¿Y acaso no es así? – sonríe el viejo -. Estamos muy lejos de Roma, Livio.

– Esto es Roma – insiste el Senador por segunda vez desde que llegó a esta tierra-. Aunque las vías principales no pasen por aquí, esta tierra es una parte del Imperio como Lucus o Brácara.

– Claro, Livio – el viejo sonríe, mostrando las imperfecciones de su dentadura -. Pero debes tener en cuenta que la guarnición no supera los cincuenta hombres. Este lugar sigue siendo Roma únicamente porque nuestros símbolos son más poderosos que los suyos. Nuestras águilas imperiales les asustan, saben la fuerza que hay tras ellas. Pero si los lugareños se organizasen y atacasen la guarnición, no podríamos resistir ni una noche.

– Y en tres días estaría aquí una Legión de Lucus y clavarían sus cabezas y las de su progenie en las estacas de la empalizada.

– Por supuesto – vuelve a sonreír Apódocles – pero para entonces todos nosotros estaríamos muertos. Y eso no es un gran consuelo para la tropa, ¿no crees?

– Debéis vigilar vuestra lengua, maestro Apódocles. Vuestras palabras podrían ser consideradas subversivas. Cuestionáis el poder del Imperio. No recuerdo haberos escuchado hablar así jamás. ¿Qué ha sido del hombre que me enseñó la gloria de Roma, el hombre que se preciaba de ser amigo del mismísimo César?

Apódocles tuerce la vista y observa los tibios rayos del sol que caen a través de las oquedades de las paredes.

– Aquel hombre – responde al fin – ya no existe, querido Livio. He visto muchas cosas desde que dejé de encargarme de tu educación. He visto horrores que me han hecho perder la fe en lo que hacemos, he visto lo que se esconde bajo el blasón de la gloria. Y créeme Livio, tú no querrías verlo.

– Me entristecéis, maestro. Vuestras palabras pesan sobre mi espíritu como piedras. ¿Puedo preguntaros qué hacéis aquí?

Apódocles suspira con un cansancio perteneciente más al hastío del alma que al agotamiento del cuerpo, luego recoge agua en la palma de sus manos y se lava la cara con ella. Y dice:

– Decidí abandonar la Capital, Livio. No podía soportar aquella vida durante más tiempo. Aquí soy feliz. Leo, escribo mis pensamientos y tomo baños relajantes. No necesito más. Y ahora, ¿puedo preguntar qué hace un Senador en esta tierra sin civilizar?

– Por supuesto, maestro, no tengo secretos para con vos – el vapor que surge tras la musculosa espalda de Livio le hace parecer un toro mitológico -. Partí de Roma con mandato personal del César. El Imperio necesita oro para sus campañas, y se me ha encargado a mí encontrarlo.

– Oro, claro – sonríe, con cierto cinismo, el viejo -. No se me ocurre qué otra cosa podría interesar al César. Y decidme, pues, ¿habéis tenido éxito?

– Podría decirse que sí – Livio se yergue y camina hasta la cubeta de agua fría, donde se sumerge sin titubear. Tras unos segundos, emerge orgulloso, su blanca piel mostrando zonas rosáceas, y camina despacio hasta la túnica que le tiende el sirviente -. A dos jornadas de aquí, hacia el Este, estamos perforando una montaña entera. Hay un buen yacimiento en ella. Con nuestro avanzado dominio del agua, la extraeremos en muy poco tiempo. Claro que lo que dejaremos no será muy bonito. Podríamos ponerle por nombre “Monte Agujereado” o algo así.

– Si estáis bromeando, no consigo verle la gracia, Senador – musita Apódocles, mientras sale a su vez de la terma -. La destrucción no es el camino más noble para la obtención de riqueza. Pero no entiendo qué hacéis aquí, ¿no hubiese sido mejor que os dirigieseis a Lucus Augusta a gozar de un merecido descanso? Aquello sí que es ya una ciudad, y no este pobre puesto de guardia alejado de las grandes vías.

– Es que no estoy descansando, maestro, estoy buscando otro filón – el Senador se sienta sobre una piedra caldeada e inspira con fuerza -. Roma siempre necesita más. Precisamente es de Lucus de donde vengo, siguiendo el curso del río, y creo que estoy a punto de encontrar lo que busco. Esta zona es rica en vetas, el gran yacimiento no puede estar lejos. Es muy probable que esté en las cercanías de ese magnífico puente que hemos construido.

– Si estáis en lo cierto, quizá debamos pensar ya en ponerle por fin un nombre a este lugar olvidado de los dioses, algo grandioso como “Auria”, que pueda rivalizar con el “Augusta” de Lucus.

– No os hagáis ilusiones – se mofa el Senador -. Esta miserable tierra, vuestra Auria, jamás será un verdadero conventus como el Lucensis o el Asturiensis. Podéis daros por satisfechos si Roma no ordena desmantelar todo esto cuando se acabe el oro.

– Cometéis un error de juicio, querido Livio – chasquea la lengua el viejo Apódocles -. Partís de la base de que Roma será eterna, y que todo el futuro de esta tierra depende de lo que decida el Emperador.

– Cuidad vuestras palabras – el Senador se yergue súbitamente, adoptando un tono marcial -. A pesar del amor que os tengo, lo que decís es Alta Traición. El Imperio será eterno, y el César reinará sobre él como Dios Supremo.

– Aún a riesgo de perder la amistad que nos une, querido discípulo, os ruego que por un momento olvidéis vuestro cargo y vuestra incuestionable lealtad a Roma, y me permitáis hablar libremente.

Livio hace un gesto invitador con la mano y se sienta de nuevo sobre la cálida piedra.

– Hablad pues.

– Decís que el César es el Dios Supremo, y así nos lo han enseñado. Sin embargo, sabéis también que existe otro dios ante el cual el mismísimo César debe inclinarse, y que no es otro que Término, el dios de los límites.

– No consigo entenderos – alega el Senador -.

– Es sencillo, querido amigo – la sonrisa del viejo tiene ahora algo inquietante, como si estuviese avalada por una verdad absoluta -. Vos lo habéis dicho, Roma necesita oro para sus campañas. Pero, ¿y cuándo se acaben, cuando el Imperio haya conquistado hasta el último trozo de tierra? Roma ha llegado ya hasta el Finis Terrae, ¿a dónde más enviará ahora sus legiones?

– Entonces será el momento de la Pax – se defiende Livio -.

– Precisamente, Livio, precisamente – suspira el anciano, mostrando la palma agrietada de sus manos -. Es en tiempo de paz cuando el Imperio se desmoronará. Cuando la fuerza de la espada se diluya, cuando el César haya satisfecho su ambición y ya no haya más campañas militares, más Legiones regresando en Triunfo por la Via Apia. La disciplina se relajará, los ejércitos estarán dispersos a lo largo de todas las fronteras, y cualquier pueblo bárbaro un poco organizado abrirá una brecha, una puerta que les llevará directamente hasta Roma. Y cuando Roma haya caído, para nosotros, los ciudadanos que vivimos en las Provincias, habrá llegado la hora de la cicuta.

– ¿Ahora sois augur, maestro? – vuelve a mofarse el incrédulo Livio – No os imagino leyendo las vísceras de las palomas.

– Reíd, Senador – concede el anciano -. Hacéis bien en reír, pues todavía no ha llegado el tiempo de la amargura. Es cierto, no tengo el don de predecir el futuro. Pero eso no me impide estudiar las causas y vaticinar las consecuencias.

– No creo en vuestro futuro, maestro. La edad os ha debilitado la mente. Menospreciáis al César y al mismísimo Júpiter Supremo. Ellos velan por Roma y le garantizan la Eternidad.

– Eso deseáis creer, Livio – la sonrisa de Apódocles tiene algo helador -. Sin embargo, yo no comparto vuestras creencias. Antes al contrario, creo que el tiempo de los dioses de Roma toca a su fin, y llega la era de los que adoran a un único Dios.

– ¿Los cristianos? – esta vez la carcajada feroz de Livio retumba estruendosamente contra las paredes de piedra -. Ahora sí que veo que desvariáis, querido Apódocles. El único poder de los cristianos es hacer de carnaza para los leones en el Circo, eso sí que se les da bien. Son tan inofensivos como una mosca.

– Jamás menospreciéis a una mosca, Senador – corrige el anciano -. Su picadura puede inocular terribles enfermedades, y acabar con la vida de criaturas infinitamente más grandes y fuertes que ella. Además, ¿no veis que, al convertir a los cristianos en víctimas ante los ciudadanos, les granjeáis sus simpatías y les otorgáis una importancia de la que, en realidad, deberían carecer? Esa será la perdición del Imperio. Roma, en su inconsciencia, ha conseguido convertir en un enemigo formidable a los seguidores de un carpintero muerto.

– La verdad, maestro, os veo muy pesimista esta mañana. Dibujáis un futuro totalmente negro.

Apódocles se ríe de nuevo, con la inevitable tristeza que proporciona el conocimiento.

– No, querido Livio – dice -. Os equivocáis de nuevo. El futuro de Roma no es negro. Es rojo. Rojo, como la Sangre y el Fuego.

Con estas lapidarias palabras, la escena se disuelve en mi mente, al igual que si estuviese conformada de la misma materia que el vapor que emana de Las Burgas. Apódocles y Livio vuelven al lugar donde van los fantasmas de los seres imaginarios, al limbo de las cosas que nunca existieron. Por mi parte, dos mil años después de aquel momento, yo atravieso la calle Doctor Marañón viendo al fondo la imponente masa del Ayuntamiento. Agazapado tras él se encuentra mi siguiente destino, aquel al que me dirigen las predicciones de Apódocles. La noche palidece al fin y el día comienza a abrirse paso sobre mi cabeza.

Según me asomo a la Rúa Villar, puedo sentirlo. Porque ahí está, el Museo Arqueológico, donde se ubicaba el antiguo praesidium romano, y la Iglesia de Santa María Nai, edificada sobre la primera catedral, construida por los suevos en honor de San Martín.

Porque, efectivamente, apenas doscientos años después de aquella imaginada escena, Roma se mostrará incapaz de defender sus provincias, y los bárbaros entrarán en Hispania y llegarán hasta la Gallaeccia. Mediante la firma de foedus o tratados de amistad, las guarniciones romanas, insuficientes para hacerles frente, permitirán el establecimiento de sus rivales, y se forzará la convivencia. Auria, la tierra del oro, pasará a ser dominada por los suevos, y llegará a ser la capital del reino en el 420, cuando se independice del antiguo convento romano con capital en Braga.

Poco después tiene lugar otro hecho histórico: el primer milagro de San Martín en Ourense, que provocará la conversión del reino al catolicismo, cumpliendo así otra de las predicciones del pobre Apódocles.

Así, mientras asciendo la espectacular escalinata hacia lo que hoy es la iglesia, siento el ya conocido escalofrío mientras en mi imaginación la fachada desaparece, el entorno se disuelve y, donde hace un instante estaba el Museo, veo cómo se alza, del humus de la Historia, la Corte sueva. Estoy en el siglo sexto, en la noche en la que todo cambió, y, a través de una ventana, percibo el ambarino resplandor de una vela. Me acerco para observar la escena. Hay un joven yaciendo sobre un lecho de nobles maderas talladas. Su cabello está empapado y en su rostro, la única parte visible de su cuerpo, puedo ver las manchas de la lepra. Está delirando, y no parece que pueda sobrevivir a las próximas horas. Junto a él, un individuo con la boca y la nariz tapadas con una tela húmeda sostiene la vela y le mira con resignación. Entonces la puerta de la estancia se abre de golpe y la llama de la vela oscila bruscamente, tumbándose perpendicularmente a la palmatoria. El hombre con la cara tapada retrocede asustado ante el que entra. Debe ser alguien importante porque tras él se arracima un séquito deseoso de halagarle. El hombre desenvaina una gran espada y la apunta hacia el pecho del que sostiene la vela.

– ¡Tú, matasanos! – su voz es enérgica, el tono imperioso del que manda – ¿Cómo está mi hijo? Por Kremel El Oscuro te juro que tu vida durará lo que la suya.

– Mi Rey, mi Señor Carriarico, – el médico se arrodilla, posando la vela en el suelo- os suplico clemencia. Yo sólo soy un pobre estudioso, no puedo hacer más por él que intentar aliviar su dolor. Vuestro hijo Miros está más allá de mi ayuda. Sólo los dioses serían capaces de curar a un leproso.

– ¡Los dioses! – bufa el Rey, alzando la espada hacia el techo de la estancia y lo que hay más allá de éste -. Si mi hijo muere, renegaré de todos los dioses. He sacrificado más de diez vírgenes y cien cabezas de ganado, y mi hijo sigue empeorando. Viéndolo así postrado, diría que ya estoy mirando un cadáver. ¿Para qué necesito unos dioses que se burlan de mi dolor, unos dioses que sólo planean mi desgracia? Ah, nuestra estirpe acaba con él, se desvanece toda esperanza. Miros es la última sangre de mi sangre, y ya soy demasiado viejo para engendrar. Pero no se irá solo, antes haré quemar hasta los cimientos esta ciudad infame, cuna de La Muerte.

– Mi Señor, si me permitís – el que habla ahora es uno de los miembros de su séquito, un individuo barbado con la tez bruñida por distintos soles y que luce el hábito gris de los peregrinos y eremitas -.

– ¡Hablad, pronto! – grita el Rey, girándose hacia él sin envainar la espada, momento que aprovecha el matasanos para levantarse y posar la vela sobre una mesa, y desplazarse luego lateralmente buscando refugio en el anonimato de la penumbra.

– Si vuestros dioses os han fallado, quizá es hora de llamar a otras puertas.

– ¡Explicaos! – bufa el Rey Carriarico – ¡Explicaos o por Belenis que aquí mismo os doy muerte!

– En mis largos viajes he conocido muchas tierras – empieza el peregrino -, pero puede que os interese saber que en la Galia, en la ciudad de Tours, tienen una ermita en honor a un tal Martín de Tours, al que dicen Santo, pues es capaz de obrar los más increíbles milagros. Tal vez, si le hacéis ofrenda, él interceda ante La Avariciosa para salvar la vida de vuestro hijo.

– ¡Tours! – brama el Rey – Para cuando un emisario llegue allí, mi hijo habrá sido devorado por los gusanos.

– Majestad – el peregrino ahora baja el tono de voz y se inclina levemente, como si así su tono fuese más persuasivo -, no es necesario que enviéis a nadie allí. Según nuestra tradición cristiana, el Santo Martín escuchará vuestra plegaria desde el cielo, y si ésta es sincera os ayudará. Pero para ello debéis postraros ante él y abrazar la fe, la verdadera fe.

– ¡Ahora mismo! – dice el Rey, dejándose caer de rodillas en el centro de la sala y abriendo los brazos en cruz, sin soltar la espada, mientras alza la cabeza al techo – ¡Aquí mismo sea! ¡Convertidme! ¡Bautizadme en este mismo instante y conmigo a todo mi reino, y que ésta sea entonces la Casa de Dios si salva a mi hijo!

– ¿Renegaréis de los falsos ídolos?, ¿Juraréis defender los Mandamientos de Cristo ahora y siempre?

– ¡Reniego!, ¡Juro! – Carriarico siente que un sudor caliente desciende por su espalda cuando, en alguna parte de su cabeza, cree escuchar música, un sonido procedente de las alturas – Juro que si San Martín cura a mi hijo, mandaré construir en este lugar la mayor catedral que se haya hecho en su nombre, para rendirle eterna pleitesía.

– ¡Así sea! – dice, con una sonrisa no exenta de cierta malignidad, el peregrino -.

El resto es historia, pienso, mientras la escena se desvanece y me encuentro de nuevo rodeado de la cotidiana realidad. Según se nos ha contado, Miros se salvó milagrosamente de la lepra, y por eso se edificó la primera catedral y se convirtió el reino suevo al catolicismo. Aún hoy, San Martín es el patrón de Ourense y el Rey Carriarico sigue dando nombre a una calle.

Ya ha terminado de amanecer. La ciudad que respira se despierta con un suave estremecimiento. Mi paseo por la Historia de Ourense debe terminar hoy aquí, mientras los fantasmas del pasado se difuminan a contraluz, pues su esencia no resiste la exposición directa al día, donde los sonidos de los vivos acallan los susurros de los muertos. Sólo la noche es territorio del pasado.

Pero mañana, en cuanto oscurezca, volveré a pasear por las calles desiertas, tenuemente acompañado por los espectros de épocas pasadas. Allí me encontraré con los Obispos que gobernaron la ciudad episcopal, los hombres del Concello que establecieron el poder civil enfrentándose a muerte con la Iglesia, los Irmandiños que intentaron cambiarlo todo y tantos otros cuyas huellas siguen hoy, todavía, impresas en la pétrea piel de la ciudad, visibles sólo para aquellos que sepan mirar más allá del vulgar muro de la realidad.

Todos me estarán esperando.

Hasta que finalmente, un día, también yo me convierta en uno de ellos.